ESCUCHAR A MOZART
(CUENTO DE MARIO BENEDETTI, DE SU LIBRO: “CON O SIN NOSTALGIA")
Mario Benedetti, fue un escritor y poeta uruguayo. Su prolífica producción literaria incluyó más de 80 libros, algunos de los cuales fueron traducidos a más de 20 idiomas. En este gran texto literario nos muestra directamente la hipocresía y la maldad disfrazadas de libertad.
Sería de gran utilidad difundirlo y comentarlo para aportar ideas a este tema trágico y muy real.
MARIO BENEDETTI
"ESCUCHAR A MOZART"
Pensar, Capitán Montes, que hubieras podido seguir durmiendo tu siesta. En realidad, estás cansado. Hay que reconocer que la faena de ayer fue dura, con esos doce presos que llegaron juntos, ya bastante maltrechos, y ustedes tuvieron que arruinarlos un poquito más. Eso siempre te deja un malestar, sobre todo cuando no se consigue que suelten nada, ni siquiera el número de zapatos o el talle de la camisa. Las pocas veces en que alguien habla, pensando (pobre ingenuo) que eso signifique al final del infierno, entonces el trabajo sucio te deja por lo menos una satisfacción mínima. Después de todo, te enseñaron que el fin justifica los medios, pero tú ya no te acuerdas de cuál es el fin. Tu siempre fueron los medios, y éstos deben ser contundentes, implacables, eficaces. Te metieron en el marote que estos muchachitos tan frescos, tan sanos, tan decididos (tú agregarías: y tan fanáticos), eran tus enemigos, pero a esta altura ya ni siquiera estás demasiado seguro de quiénes son tus amigos. Por lo menos sabes a ciencia cierta que el coronel Ochoa no es tu amigo. El coronel, que jamás se mancha el meñique con ningún trabajo que apeste, te considera un débil, y te lo ha dicho delante del teniente Vélez y del mayor Falero. Tú no siempre alcanzarás a comprender cómo Falero y Vélez pueden efectuar tan calmosamente un interrogatorio tras otro, sin perder nada de su compostura, sin que se les afloje un botón ni se les desacomode el , negro y engominado en Falero, ondeado y pelirrojo en Vélez. La siesta te deja siempre de mal humor. Pero hoy estás especialmente malhumorado. Quizá porque Amanda te sugirió anoche, tímidamente, después de haber hecho el amor con una tensión inevitable y frustránea, "si no sería mejor que", y tú estallaste, casi rugiste de indignación y despecho, acaso porque también pensabas lo mismo, pero a quién se le ocurría ahora pedir el retiro, algo que siempre despierta fastidiosas sospechas y aprensiones. Y además, en "época de guerra interna", el pretexto tendría que ser tremendo, nunca menos que cáncer, desprendimiento de retina o cirrosis. Pero lo lamentable es que Amanda lo haya pensado, simplemente pensado. "Pienso en Jorgito y me da pánico". Y qué se cree? Que tú vislumbras un porvenir espléndido? Y eso que ella no sabe los pormenores de cada jornada. No sabe cómo te sentiste cuando a la muchacha que cayó en La Teja hubo que irle sacando los dientes uno por uno, con paciencia y con celo. O cuando tuviste conciencia de que, al cabo de una sola sesión de trabajo, aquel obrerito mofletudo había quedado listo para que le amputaran un testículo. Ella no sabe nada. Incluso a veces te comenta si será cierto lo que dicen las malas y peores lenguas: que en el cuartel tal y en el regimiento tal, arrancan confesiones mediante espantosos procedimientos. Y es increíble que te diga: "Ojalá nunca te ordenen hacer algo así. Porque, claro, tendrías que negarte, y vaya a saber qué te sucedería". Y tú tranquilizándola como de costumbre, sin poderle confesar que cuando te lo ordenaron la primera vez ni siquiera esbozaste una tímida negativa, porque no le podías dar al coronel Ochoa ese pretexto en bandeja. Fue en esa amarga jornada cuando te jugaste tu carrera y decidiste no perder, y aunque de noche estuviste vomitando durante horas, y Amanda, al despertarse con el fragor de tus arcadas, te preguntó qué te pasaba. Y tú te inventaste lo del lechón que te había sentado mal, la cosa no terminó ahí y durante muchas noches soñaste con aquel muchacho que, cada vez que comenzaba el castigo, abría la boca sin emitir sonido alguno y apretaba los ojos y ponía el pescuezo duro como una viga. Ahora piensas, claro, para qué darle más vueltas. Una vez que te decidiste, adiós. De todas maneras, tú crees que tienes motivos morales para hacer lo que haces. Pero el problema es que ya casi no te acuerdas del motivo moral, sino pura y exclusivamente de una boca que sangra o un cuerpo que se dobla. De modo que aparentemente es bastante lógico que conectes el tocadiscos y coloques en el plato una cualquiera de las sinfonías de Mozart. Hace poco, la música te limpiaba, te equilibraba, te depuraba, te ajustaba. Ahora mismo, en esa ascensión espiritual, en este brío juguetón, te alejas de las imágenes sombrías, del patio del cuartel, de los gritos desgarradores, de tu propia vergüenza. Los violines trabajan como galeotes, las violas acompañan como hembras fidelísimas, el corno interroga sin demasiada convicción. Pero no importa. Tú también a veces interrogas sin convicción, y si aplicas la picana es precisamente por eso, porque tú evoques la patria o lo putees. Mozart te gusta desde que ibas con Amanda a los conciertos del Sodre, cuando todavía no había Jorgito ni subversión, y la faena más irregular de los cuarteles era tomar mate, y por cierto qué bien lo cebaba el soldado Martínez. Mozart te gusta, no desde siempre, sino desde que Amanda te enseñó a gustarlo. Y fíjate qué curioso, ahora Amanda no tiene ganas de escuchar música, ninguna música, ni Mozart ni un carajo, sencillamente porque tiene miedo y teme atentados y vela por Jorgito, y claro a Mozart no se le puede escuchar con miedo sino con espíritu libre y la conciencia tranquila. O sea, que mejor apagas el tocadiscos. Así está bien. De todas maneras, los violines, ¿viste?, quedan sonando como un prodigio que se deteriora lentamente, tal como a veces quedan sonando en el cuartel los alaridos de dolor cuando ya nadie los profiere. Estás solo en la casa. Linda casa. Amanda fue a ver a su madre, vieja podrida y metete, apuntas. Y Jorgito no volvió aún del Neptuno. Hijito lindo, apuntas. Estás solo, y por el ventanal del living entra la soleada imagen del jardín. Ochoa estará ahora con Vélez y Falero. El coronel les da confianza nada más que para conseguir aliados contra ti. Porque te odia, claro. Nadie lo pone en duda. Puede ser que tú odies a los presos, nada más que por ellos son el pretexto de odio de Ochoa. Rebuscado, ¿no? Haces méritos y sin embargo comprendes que es inútil. Por fuerte o desalmado que seas, o parezcas, demasiado sabes que Ochoa nunca te perdonará. Porque fuiste tú el que una noche, entre interrogatorio e interrogatorio, le preguntó si era cierto que su hija "había pasado a la clandestinidad". Se lo preguntaste con cautela, y también con un amago de solidaridad, ya que, pese a tus encontronazos con el tipo, después de todo tienes bien arraigado el "espíritu de cuerpo". Nunca vas a olvidarte de la mirada resentida que te dedicó, porque claro, era cierto, aquella esplendorosa piba, Aurora Ochoa, alias Zulema, había pasado a la clandestinidad y era requerida en los comunicados de las ocho, y el coronel había encontrado una frase exorcista a la que se aferraba con unción: "No me mencionen a esa degenerada; ya no es mi hija". Sin embargo, a ti no te a dijo, y eso fue acaso lo más grave. Simplemente te taladró con la mirada, y ordenó: "Capitán Montes, retírese". Y tú, después del saludo ritual, te retiraste. No se lo habías preguntado con mala leche, sobre todo porque te hacías cargo de lo que representaba para Ochoa el hecho (escalofriante para cualquier oficial) de que la subversión se hubiera colado en su propio hogar. Pero te borraste, y a partir de esta reculada comprendiste que mientras Ochoa estuviera al frente de la unidad, estabas liquidado. Ahora te sirves whisky, por más que no te gusta empezar tan temprano. Pero no te tortures, torturador; no es posible que de una sola vez te quedes sin Mozart y sin whisky. por lo menos el whisky tiene menos exigencias que Mozart. Al menos, para disfrutar cada trago, no es imprescindible que tengas la conciencia tranquila. Más aún, mala conciencia con dos cubitos de hielo, es una bella combinación, como bien dice el capitán Cardarelli, de tu derecha, cuando se concede una tregua a medianoche, después de administrar una compleja sesión de picana en paladar, submarino seco y trompadas en los riñones. ¿Alguna vez pensaste que habría sido de ti si te hubieras negado? Claro que lo pensaste. Y tienes datos muy cercanos y esclarecedores: la brutal sanción al teniente Ramos y la humillante degradación del capitán Silva, de tu izquierda. Ellos no se animaron a hacerse cargo del trabajo mugriento, no se autorizaron a sí mismos aunque con esa decisión mandaran su carrera a la mierda. O quizá fueron simplemente decentes, vete a saber. Decentes e indisciplinados. Una pregunta por el millón: Hasta dónde te llevará tu sentido de disciplina, capitán Montes? A ir cancelando tu capacidad de amor? A convertir tus odios en rutina? Te llevará a cometer más crímenes en nombre de otros? A rehuir tu imagen en los espejos? Hasta dónde te llevará tu sentido de la disciplina, capitancito Montes? A permitir que tu rutina agreda, hiera, perfore, fracture, viole, ampute, asfixie, inmole? A lograr que cada inmolación te deje más reseco, más frío, más podrido, más inerte? Hasta dónde te llevará tu sentido de disciplina, capitán, capitancito? Pensaste alguna vez que el sancionado Ramos y el degradado Silva acaso puedan escuchar a Mozart, o a Troilo (o a quien se les dé en los forros), aunque sea en la memoria? Ahora que por fin ha vuelto Jorgito y se acerca a besarte, no estaría mal que pensaras en él. Crees que con el tiempo tu hijo te perdonará lo que ahora ignora? A lo mejor lo quieres. A tu manera, claro. Pero tu manera también ha cambiado. Antes eras franco con él. La rígida disciplina no sólo te había inculcado el rigor, sino algo que tú llamabas, sin precisión alguna, la verdad, también para ejercicios, simulacros. Cuando sorprendías a Jorgito en una insignificante mentira, descargabas en él tu cólera sagrada. Tu santísima trinidad estaba integrada por Dios, el Comandante en Jefe, y la Verdad. Muchas veces le pegaste a Jorgito porque se le había quedado a Amanda con unas míseras vueltas, o porque decía saber la tabla del siete, y no era cierto. Hace tanto, y en realidad tan poco, desde esos arranques. La subversión era todavía atendida en la órbita meramente policial, y vosotros seguíais tomando mate en los cuarteles. Pero esas veces en que el botija recibió sin una lágrima las primeras trombadas de su vida, fueron, ¿te acuerdas?, inevitablemente seguidas por las primeras y frustráneas noches en que no fuiste capaz de seguir escuchando a Mozart. En una ocasión hasta perdiste la calma, y, ante el estupor de Amanda, hiciste añicos el concierto para flauta y orquesta, y como consecuencia de la rabieta hubo que reparar el Garrard. Pero hace mucho que te borraste de la verdad. La santísima trinidad se redujo a una dualidad todavía infalible: Dios y el Comandante en jefe. Y no es demasiado aventurado pronosticar desde ya la unidad final: el Comandante en jefe a secas. Ahora no le exiges, perentoriamente a Jorgito que te cuente la verdad estricta, inmaculada, despojada de adornos y disimulos, quizás porque jamás te atreverías a decirle la verdad, la escandalosamente sucia verdad de tu trabajo. Pensar, capitán Montes, capitancito, que podías haber seguido durmiendo la siesta, y en ese caso aún no habrías enfrentado (quizás tendrías que enfrentarla mañana, aunque nunca se sabe cómo funcionan en los chicos las claves del olvido) la pregunta que en este instante formula tu hijo, sentado frente a ti en la silla negra; "Papa, ¿es cierto que tú torturas" Y tampoco te habrías visto obligado, como ahora, después de tragar fuerte, a responder con otra pregunta: "¿Y de dónde sacaste eso?", aun sabiendo de antemano que la respuesta de Jorgito va a ser: "Me lo dijeron en la escuela". Y claro, dices, masticando cada sílaba: "No es cierto. No es cierto como te lo dijeron. Pero, hijito, tienes que comprender que estamos luchando con gente muy pero que muy peligrosa que quiere matar a tu papá, a tu mamá, y a muchas otras personas que tú quieres. Y a veces no hay más remedio que asustarlos un poco, para que confiesen las barbaridades que preparan". Pero él insiste: "Está bien, pero tú... ¿torturas?". Y de pronto te sientes cercado, bloqueado, acalambrado. Sólo atinas a seguir preguntando: "Pero ¿a qué llamas tortura?. Jorgito está bien informado para sus ocho años: "¿Cómo a qué? Al submarino, papa. Y a la picana, y al teléfono". Por primera vez esas palabras te taladran, te joden. Sientes que te pones rojo, y no tienes modo de evitarlo. Rojo de rabia, rojo de vergüenza. Intentas recomponer de apuro cierta imagen de serenidad, pero sólo te sale un balbuceo: "¿Se puede saber cuál de tus compañeritos te mete esas porquerías en la cabeza?". Pero ya lo ves, Jorgito está implacable. "¿Para qué quieres saberlo? ¿Para hacer que lo torturen?". Eso es demasiado para ti. De pronto adviertes -no sabes exactamente si horrorizado o estupefacto- que te has vaciado de amor. Depositas sobre la alfombrilla marrón el vaso con el resto de whisky, y empiezas a caminar a pasos lentos y marcados. Jorgito sigue en la silla negra, con sus ojos verdes cada vez más inocentes y despiadados. Das un largo rodeo para situarte detrás del respaldo, acaricias con ambas manos aquel pescuezo desvalido, exculpado, con pelusa y lunares, y empiezas a decirle: "No hay que hacer caso hijito, la verdad a veces es muy mala, muy mala. ¿Entiendes hijito?". Y no bien el pibe dice con cierto esfuerzo: "Pero, papa", tú sigues acariciando esa nuca, oprimiendo suavemente esa garganta, y luego, renunciando (ahora sí) para siempre a Mozart, aprietas, aprietas inexorablemente, mientras en la casa linda y desolada sólo se escucha tu voz sin temblores:
"ESCUCHAR A MOZART"
Pensar, Capitán Montes, que hubieras podido seguir durmiendo tu siesta. En realidad, estás cansado. Hay que reconocer que la faena de ayer fue dura, con esos doce presos que llegaron juntos, ya bastante maltrechos, y ustedes tuvieron que arruinarlos un poquito más. Eso siempre te deja un malestar, sobre todo cuando no se consigue que suelten nada, ni siquiera el número de zapatos o el talle de la camisa. Las pocas veces en que alguien habla, pensando (pobre ingenuo) que eso signifique al final del infierno, entonces el trabajo sucio te deja por lo menos una satisfacción mínima. Después de todo, te enseñaron que el fin justifica los medios, pero tú ya no te acuerdas de cuál es el fin. Tu siempre fueron los medios, y éstos deben ser contundentes, implacables, eficaces. Te metieron en el marote que estos muchachitos tan frescos, tan sanos, tan decididos (tú agregarías: y tan fanáticos), eran tus enemigos, pero a esta altura ya ni siquiera estás demasiado seguro de quiénes son tus amigos. Por lo menos sabes a ciencia cierta que el coronel Ochoa no es tu amigo. El coronel, que jamás se mancha el meñique con ningún trabajo que apeste, te considera un débil, y te lo ha dicho delante del teniente Vélez y del mayor Falero. Tú no siempre alcanzarás a comprender cómo Falero y Vélez pueden efectuar tan calmosamente un interrogatorio tras otro, sin perder nada de su compostura, sin que se les afloje un botón ni se les desacomode el , negro y engominado en Falero, ondeado y pelirrojo en Vélez. La siesta te deja siempre de mal humor. Pero hoy estás especialmente malhumorado. Quizá porque Amanda te sugirió anoche, tímidamente, después de haber hecho el amor con una tensión inevitable y frustránea, "si no sería mejor que", y tú estallaste, casi rugiste de indignación y despecho, acaso porque también pensabas lo mismo, pero a quién se le ocurría ahora pedir el retiro, algo que siempre despierta fastidiosas sospechas y aprensiones. Y además, en "época de guerra interna", el pretexto tendría que ser tremendo, nunca menos que cáncer, desprendimiento de retina o cirrosis. Pero lo lamentable es que Amanda lo haya pensado, simplemente pensado. "Pienso en Jorgito y me da pánico". Y qué se cree? Que tú vislumbras un porvenir espléndido? Y eso que ella no sabe los pormenores de cada jornada. No sabe cómo te sentiste cuando a la muchacha que cayó en La Teja hubo que irle sacando los dientes uno por uno, con paciencia y con celo. O cuando tuviste conciencia de que, al cabo de una sola sesión de trabajo, aquel obrerito mofletudo había quedado listo para que le amputaran un testículo. Ella no sabe nada. Incluso a veces te comenta si será cierto lo que dicen las malas y peores lenguas: que en el cuartel tal y en el regimiento tal, arrancan confesiones mediante espantosos procedimientos. Y es increíble que te diga: "Ojalá nunca te ordenen hacer algo así. Porque, claro, tendrías que negarte, y vaya a saber qué te sucedería". Y tú tranquilizándola como de costumbre, sin poderle confesar que cuando te lo ordenaron la primera vez ni siquiera esbozaste una tímida negativa, porque no le podías dar al coronel Ochoa ese pretexto en bandeja. Fue en esa amarga jornada cuando te jugaste tu carrera y decidiste no perder, y aunque de noche estuviste vomitando durante horas, y Amanda, al despertarse con el fragor de tus arcadas, te preguntó qué te pasaba. Y tú te inventaste lo del lechón que te había sentado mal, la cosa no terminó ahí y durante muchas noches soñaste con aquel muchacho que, cada vez que comenzaba el castigo, abría la boca sin emitir sonido alguno y apretaba los ojos y ponía el pescuezo duro como una viga. Ahora piensas, claro, para qué darle más vueltas. Una vez que te decidiste, adiós. De todas maneras, tú crees que tienes motivos morales para hacer lo que haces. Pero el problema es que ya casi no te acuerdas del motivo moral, sino pura y exclusivamente de una boca que sangra o un cuerpo que se dobla. De modo que aparentemente es bastante lógico que conectes el tocadiscos y coloques en el plato una cualquiera de las sinfonías de Mozart. Hace poco, la música te limpiaba, te equilibraba, te depuraba, te ajustaba. Ahora mismo, en esa ascensión espiritual, en este brío juguetón, te alejas de las imágenes sombrías, del patio del cuartel, de los gritos desgarradores, de tu propia vergüenza. Los violines trabajan como galeotes, las violas acompañan como hembras fidelísimas, el corno interroga sin demasiada convicción. Pero no importa. Tú también a veces interrogas sin convicción, y si aplicas la picana es precisamente por eso, porque tú evoques la patria o lo putees. Mozart te gusta desde que ibas con Amanda a los conciertos del Sodre, cuando todavía no había Jorgito ni subversión, y la faena más irregular de los cuarteles era tomar mate, y por cierto qué bien lo cebaba el soldado Martínez. Mozart te gusta, no desde siempre, sino desde que Amanda te enseñó a gustarlo. Y fíjate qué curioso, ahora Amanda no tiene ganas de escuchar música, ninguna música, ni Mozart ni un carajo, sencillamente porque tiene miedo y teme atentados y vela por Jorgito, y claro a Mozart no se le puede escuchar con miedo sino con espíritu libre y la conciencia tranquila. O sea, que mejor apagas el tocadiscos. Así está bien. De todas maneras, los violines, ¿viste?, quedan sonando como un prodigio que se deteriora lentamente, tal como a veces quedan sonando en el cuartel los alaridos de dolor cuando ya nadie los profiere. Estás solo en la casa. Linda casa. Amanda fue a ver a su madre, vieja podrida y metete, apuntas. Y Jorgito no volvió aún del Neptuno. Hijito lindo, apuntas. Estás solo, y por el ventanal del living entra la soleada imagen del jardín. Ochoa estará ahora con Vélez y Falero. El coronel les da confianza nada más que para conseguir aliados contra ti. Porque te odia, claro. Nadie lo pone en duda. Puede ser que tú odies a los presos, nada más que por ellos son el pretexto de odio de Ochoa. Rebuscado, ¿no? Haces méritos y sin embargo comprendes que es inútil. Por fuerte o desalmado que seas, o parezcas, demasiado sabes que Ochoa nunca te perdonará. Porque fuiste tú el que una noche, entre interrogatorio e interrogatorio, le preguntó si era cierto que su hija "había pasado a la clandestinidad". Se lo preguntaste con cautela, y también con un amago de solidaridad, ya que, pese a tus encontronazos con el tipo, después de todo tienes bien arraigado el "espíritu de cuerpo". Nunca vas a olvidarte de la mirada resentida que te dedicó, porque claro, era cierto, aquella esplendorosa piba, Aurora Ochoa, alias Zulema, había pasado a la clandestinidad y era requerida en los comunicados de las ocho, y el coronel había encontrado una frase exorcista a la que se aferraba con unción: "No me mencionen a esa degenerada; ya no es mi hija". Sin embargo, a ti no te a dijo, y eso fue acaso lo más grave. Simplemente te taladró con la mirada, y ordenó: "Capitán Montes, retírese". Y tú, después del saludo ritual, te retiraste. No se lo habías preguntado con mala leche, sobre todo porque te hacías cargo de lo que representaba para Ochoa el hecho (escalofriante para cualquier oficial) de que la subversión se hubiera colado en su propio hogar. Pero te borraste, y a partir de esta reculada comprendiste que mientras Ochoa estuviera al frente de la unidad, estabas liquidado. Ahora te sirves whisky, por más que no te gusta empezar tan temprano. Pero no te tortures, torturador; no es posible que de una sola vez te quedes sin Mozart y sin whisky. por lo menos el whisky tiene menos exigencias que Mozart. Al menos, para disfrutar cada trago, no es imprescindible que tengas la conciencia tranquila. Más aún, mala conciencia con dos cubitos de hielo, es una bella combinación, como bien dice el capitán Cardarelli, de tu derecha, cuando se concede una tregua a medianoche, después de administrar una compleja sesión de picana en paladar, submarino seco y trompadas en los riñones. ¿Alguna vez pensaste que habría sido de ti si te hubieras negado? Claro que lo pensaste. Y tienes datos muy cercanos y esclarecedores: la brutal sanción al teniente Ramos y la humillante degradación del capitán Silva, de tu izquierda. Ellos no se animaron a hacerse cargo del trabajo mugriento, no se autorizaron a sí mismos aunque con esa decisión mandaran su carrera a la mierda. O quizá fueron simplemente decentes, vete a saber. Decentes e indisciplinados. Una pregunta por el millón: Hasta dónde te llevará tu sentido de disciplina, capitán Montes? A ir cancelando tu capacidad de amor? A convertir tus odios en rutina? Te llevará a cometer más crímenes en nombre de otros? A rehuir tu imagen en los espejos? Hasta dónde te llevará tu sentido de la disciplina, capitancito Montes? A permitir que tu rutina agreda, hiera, perfore, fracture, viole, ampute, asfixie, inmole? A lograr que cada inmolación te deje más reseco, más frío, más podrido, más inerte? Hasta dónde te llevará tu sentido de disciplina, capitán, capitancito? Pensaste alguna vez que el sancionado Ramos y el degradado Silva acaso puedan escuchar a Mozart, o a Troilo (o a quien se les dé en los forros), aunque sea en la memoria? Ahora que por fin ha vuelto Jorgito y se acerca a besarte, no estaría mal que pensaras en él. Crees que con el tiempo tu hijo te perdonará lo que ahora ignora? A lo mejor lo quieres. A tu manera, claro. Pero tu manera también ha cambiado. Antes eras franco con él. La rígida disciplina no sólo te había inculcado el rigor, sino algo que tú llamabas, sin precisión alguna, la verdad, también para ejercicios, simulacros. Cuando sorprendías a Jorgito en una insignificante mentira, descargabas en él tu cólera sagrada. Tu santísima trinidad estaba integrada por Dios, el Comandante en Jefe, y la Verdad. Muchas veces le pegaste a Jorgito porque se le había quedado a Amanda con unas míseras vueltas, o porque decía saber la tabla del siete, y no era cierto. Hace tanto, y en realidad tan poco, desde esos arranques. La subversión era todavía atendida en la órbita meramente policial, y vosotros seguíais tomando mate en los cuarteles. Pero esas veces en que el botija recibió sin una lágrima las primeras trombadas de su vida, fueron, ¿te acuerdas?, inevitablemente seguidas por las primeras y frustráneas noches en que no fuiste capaz de seguir escuchando a Mozart. En una ocasión hasta perdiste la calma, y, ante el estupor de Amanda, hiciste añicos el concierto para flauta y orquesta, y como consecuencia de la rabieta hubo que reparar el Garrard. Pero hace mucho que te borraste de la verdad. La santísima trinidad se redujo a una dualidad todavía infalible: Dios y el Comandante en jefe. Y no es demasiado aventurado pronosticar desde ya la unidad final: el Comandante en jefe a secas. Ahora no le exiges, perentoriamente a Jorgito que te cuente la verdad estricta, inmaculada, despojada de adornos y disimulos, quizás porque jamás te atreverías a decirle la verdad, la escandalosamente sucia verdad de tu trabajo. Pensar, capitán Montes, capitancito, que podías haber seguido durmiendo la siesta, y en ese caso aún no habrías enfrentado (quizás tendrías que enfrentarla mañana, aunque nunca se sabe cómo funcionan en los chicos las claves del olvido) la pregunta que en este instante formula tu hijo, sentado frente a ti en la silla negra; "Papa, ¿es cierto que tú torturas" Y tampoco te habrías visto obligado, como ahora, después de tragar fuerte, a responder con otra pregunta: "¿Y de dónde sacaste eso?", aun sabiendo de antemano que la respuesta de Jorgito va a ser: "Me lo dijeron en la escuela". Y claro, dices, masticando cada sílaba: "No es cierto. No es cierto como te lo dijeron. Pero, hijito, tienes que comprender que estamos luchando con gente muy pero que muy peligrosa que quiere matar a tu papá, a tu mamá, y a muchas otras personas que tú quieres. Y a veces no hay más remedio que asustarlos un poco, para que confiesen las barbaridades que preparan". Pero él insiste: "Está bien, pero tú... ¿torturas?". Y de pronto te sientes cercado, bloqueado, acalambrado. Sólo atinas a seguir preguntando: "Pero ¿a qué llamas tortura?. Jorgito está bien informado para sus ocho años: "¿Cómo a qué? Al submarino, papa. Y a la picana, y al teléfono". Por primera vez esas palabras te taladran, te joden. Sientes que te pones rojo, y no tienes modo de evitarlo. Rojo de rabia, rojo de vergüenza. Intentas recomponer de apuro cierta imagen de serenidad, pero sólo te sale un balbuceo: "¿Se puede saber cuál de tus compañeritos te mete esas porquerías en la cabeza?". Pero ya lo ves, Jorgito está implacable. "¿Para qué quieres saberlo? ¿Para hacer que lo torturen?". Eso es demasiado para ti. De pronto adviertes -no sabes exactamente si horrorizado o estupefacto- que te has vaciado de amor. Depositas sobre la alfombrilla marrón el vaso con el resto de whisky, y empiezas a caminar a pasos lentos y marcados. Jorgito sigue en la silla negra, con sus ojos verdes cada vez más inocentes y despiadados. Das un largo rodeo para situarte detrás del respaldo, acaricias con ambas manos aquel pescuezo desvalido, exculpado, con pelusa y lunares, y empiezas a decirle: "No hay que hacer caso hijito, la verdad a veces es muy mala, muy mala. ¿Entiendes hijito?". Y no bien el pibe dice con cierto esfuerzo: "Pero, papa", tú sigues acariciando esa nuca, oprimiendo suavemente esa garganta, y luego, renunciando (ahora sí) para siempre a Mozart, aprietas, aprietas inexorablemente, mientras en la casa linda y desolada sólo se escucha tu voz sin temblores:
"¿Entendiste, hijito de puta?".
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