Mi cabeza es la noche:
en ella cual estrellas,
titilan los tembleques luminosos
desde el negro
azabache de mis trenzas
que sujetan,
dobladas en la nuca
las doradas peinetas…
Ana Isabel Illueca
¡Agua, agua, agua! pedían hombres, mujeres y niños y los carros cisternas, llamados culecos, rodeaban los parques para empapar a los convocados por la tradición que se negaba a abandonar el acervo instalado en su sangre a través de las generaciones.
Los bolillos sonaban sobre el parche de la tambora, las flautas lanzaban su sonido agudo acompañadas por el rumor de las zarú *. Cuatro días duraba la fiesta del Rey Momo y el pueblo la celebraba desde que despuntaba el sol hasta la noche, cuando comenzaría el desfile de la pollera, traje típico del lugar, provocando estallidos de color, gracia y belleza.
Los habitantes esperaban el momento que fueran apareciendo las reinas, las mujeres más bellas del pueblo que llegarían danzando rítmicamente al compás de los acordes de la pegadiza música de sus murgas.
Alejada del lugar, otra hermosa mujer trenzaba el azabache de sus cabellos enroscándolos en la nuca. Allí descansarían sostenidas por dos flores magníficas que llamaban del espíritu santo y que ella guardaba para la celebración desde el mes de octubre, cuando los pimpollos se abrían lentamente. El delicado tono marfil de sus pétalos resaltaba sobre ese cabello tan negro como dicen que es la tristeza, los que ponen colores a la invisibilidad de los sentimientos. Parecían palomas posadas sobre la unión del nacimiento del pelo y la raíz de cada trenza.
Impactante la belleza de esa mujer delgada, menuda, cuya cintura fina era constantemente salpicada por el agua de dos mares. Cargaba un pasado tristísimo que se retrotrae al momento en que fue separada por la fuerza bruta, de dos de sus hermanas. Porque las tres fueron una y dicen algunos y esperan otros, que vuelvan a unirse para siempre.
-Falta poco, agregan, muy poco.
De todos modos siguen compartiendo similitudes, idioma, aves, árboles y un sentimiento que el tajo violento de la prepotencia no pudo borrar jamás.
Muchas veces ellas se preguntaron por qué las separaron, por qué causa debían ser tres. Cuál fue el derecho arrogado para semejante amputación, fuera del derecho impuesto a fuerza del filo de cuchillada que se clava en la carne dejando cicatrices que no cierran.
La respuesta se arrinconó en el recuerdo de la intromisión permanente de la otra mujer bellísima, la que no se integraba, la que tenía ojos que parecían pedacitos de color robados al cielo, porque todo lo suyo era robado. Cercenamiento producido bajo su mirada tiempo antes de recibir el regalo de esa estatua de cobre, acero y concreto que habría de convertirse en su atalaya desde donde podía dominar hasta lo inimaginable. Coloso magnífico que sin embargo, representa, hasta hoy, el símbolo de la delincuencia impune, del llanto de madres y de niños, lágrimas que recorren el orbe arrastrando luto, remolcando desconsuelo. Rememorando ausencias y despertando silencios remolones.
La mujer pequeña, igual que sus hermanas, vestía túnica blanca; como todas llevaba faja ciñendo su cintura. La suya estaba formada por dos cuadros blancos pegados en un ángulo, sobre cada uno cayó una estrella de cinco puntas, una azul y la otra roja, quedando para siempre en la textura suave de la tela.
En la banda inferior lo cuadros se intercambiaban, así fue como podía verse bajo el busto, uno blanco pegado a otro rojo, debajo de los cuales había uno azul y a su lado otro blanco.
Esos colores reflejaban a los dos partidos políticos que gobernaban el país. El liberal, identificado con el color rojo y el conservador, con el azul.
La mujer tomó un escudo que centró en el pico del escote de la túnica, era el símbolo de la paz y el trabajo. Un lema ocupaba la parte superior, aunque sufrió muchas modificaciones a lo largo de su historia. Ese día ella tomó el que tenía forma ojival, dividido en cinco cuarteles. En la parte superior, refulgían nueve estrellas de oro delineadas en un campo de plata. Se veía, además, un sable y un fusil brillantes, colgados, como símbolo de paz pero a la vez alertas para defender a esa mujer pequeña cuando hiciera falta, aunque de momento no hayan podido protegerla del todo. Hacia la izquierda, un campo rojo donde bordaran una pala y una pica, honrando al trabajo.
Hacia el centro se estiraba la silueta de esa mujer, comparable a un istmo con sus dos mares estáticos sobre la tela. Había también un cielo con el sol escondiéndose tras un monte, rememorando las seis de la tarde del día en que la amputación entre su cuerpo y el de una de las hermanas, se llevó a cabo, para dolor perpetuo de ambas. A la derecha la luna se estiraba, como desperezándose de la modorra, entre las olas marinas.
Más abajo la estampa dejaba ver otras alegorías, dividida también en dos cuarteles. Uno azul fuerte donde una cornucopia descansaba su sueño promisorio derramando monedas, símbolo de riqueza. Hacia el lado izquierdo, el campo blanco contenía una rueda alada, que dicen los ancianos del lugar que representa el progreso.
Sobre la imagen, dándole más imponencia, un águila harpía, ave preferida por la mujer, dirigía su mirada hacia la izquierda y de su pico colgaba una cinta con un lema. Sobre el ave, un arco formado por diez estrellas honraban a las nueve provincias unidas en la túnica de la mujer pequeña. Como abrazando al escudo, dos banderas en astas sobre lanzas custodiaban su sueño libertario.
Joya hermosa que la mujer atesoraba y cuando venía al caso, prendía de su pecho para lucirlo con el orgullo de quien ostenta un pedacito de su anecdotario grabado por el arte incorrupto de la memoria.
-¡Agua, agua, agua! se sentía a lo lejos y la mujer sonreía mientras su eterna compañera, el águila harpía, se posaba un poco sobre su hombro y otro poco sobre el escote de esa túnica que también parecía de espuma.
Su hermana lejana, la que habla idioma diferente desde la estatua, insignia del despojo, gozó sumiendo a la hermosa mujer bajo su dominio durante muchísimos años. Aunque no pudo quitarle su tradición pese a tanto intento, cosa que de por sí, para aquella, representaba un fuerte desprecio.
La mujer bañada por dos mares no podía perdonar que en algún momento, amparada por su superioridad, su hermana perversa enviara a Chiquita-bra arrastrando una maldición que se clavaría en la médula de sus hijos, dejando tantos huevos que hasta el momento no han podido ser aniquilados.
Huevos que al partirse se convirtieron en bases militares alimentadas de carne humana.
Carne de hermanos contra hermanos.
Carne de pobres deglutidos por la infamia.
Carne infectada por pesticidas criminales.
El árbol Panamá, donde tantas veces se enroscara Chiquita-bra antes de mudar su piel por entre los bananares, saludaba a la mujer hermosa que se acercaría al pueblo para disfrutar de la algarabía popular. Fiesta que año a año le permitía calmar un poco, la profunda herida que sangraba constantemente en ese corazón partido, una de cuyas partes quedara apretadita sobre el pedazo más grande que le tocara a su hermana antes de la división que padecieran ambas.
Esta pequeña pero noble mujer, soñaba oficiar de puente entre esa hermana y las otras, pero manos enviadas desde la estatua impedían que el puente se abriera según las necesidades de todas ellas. No obstante dicen que la mujer sigue hasta la actualidad alimentando su sueño secreto, sin claudicar.
Tuvo hijos tan nobles como ella y otros cooptados por la hermana rubia, indolente, sanguinaria, que abrieron las puertas a la monstruosa víbora que comenzó a quitarle sus frutas para mandarlas donde el cerebro indicaba, el centro del coloso, a lo lejos. ¡Siempre el banano! Como eje central de la avaricia volvió jirones las túnicas hermanas.
Como involuntario reproductor de espantos repetidos.
Como generador de divisas estancadas en el corazón de los frutos que crecían en racimos, tal vez para darse fuerza unos a otros en un intento tan estéril como el útero de la mujer custodia del cerebro fermentado.
Como oro verde codiciado, devorado, exprimido en la esencia enviciada de la bestia.
Lloró lágrimas de amor irrenunciable cuando embarcaron los primeros setecientos cincuenta racimos hacia la cueva norteña. Estibaban entre ellos, el sudor de sus hijos, la sangre de sus manos, la carga del esfuerzo de las espaldas combas que parecían imágenes humanas del banano.
Lloró lágrimas de amor irrenunciable cuando Chiquita descubrió también el aroma del cáñamo para llevarlo más lejos aún. Todo fue despojo, entonces. Las fibras fueron fletadas hacia donde el odio partiría en dos al mundo, apoyado en el sonido siniestro de bombas descargadas sobre la tierra lejana.
Donde los hombres se mataban por órdenes de otros hombres cuando un espectro maléfico llenó de humo los cielos dejándolos chamuscados para siempre.
Mientras el pueblo esperaba la danza de las polleras, la mujer acariciaba sus trenzas azabaches recordando el día que rajaron su túnica, de la cual resbalaron sus hijos, quedando de un lado ellos y del otro, los hijos de su hermana que habla diferente y que enviara cubiertos de pertrechos, atropellando, sin pedir permiso. Ultrajando como acostumbró hacer desde épocas inmemoriales y lo sigue haciendo, descarnada, brutal. Impune.
¡Tan execrable que no puede describirse con palabras!
Los primeros tuvieron su lugar donde pudieron. Los de su hermana donde eligieron.
Continuaba el carnaval, ya se escuchaba el sonido de las polleras agitadas que parecía un susurro envolvente en aquel paraje tan cargado de recuerdos para la mujer pequeña, de cintura frágil salpicada por la sal de los dos océanos. Ella miraba sonriendo con la dulzura que algunos ojos tienen la particularidad de transmitir. Se acercaba lentamente hacia el lugar donde las primeras empolleradas danzaban su tradición.
Cerca de allí se apilaban resabios de situaciones anteriores como para que nadie olvide que la hermana de idioma atropellado, dejó hace muchos años sus embriones, que dieron lugar a otras vidas que siguen reptando a lo largo y ancho de la túnica de esa mujer memoriosa.
Ríe la mujer bestia desde su mirador eterno, ella sabe que en el lugar donde se agitan las polleras están sus esbirros mirando hacia otra hermana morena, tan hermosa como todas ellas. Hermana donde los colmillos de Chiquita-bra también dejaron cicatrices que ni la brisa ni el sol pudo borrar jamás, en su reptar hacia el sur desvencijado.
Cicatrices que son surcos por donde caminó la historia su paso cargado de lamentos y de lutos.
¡Agua, agua, agua! Pedían hombres, mujeres y niños entre risas de pueblo y rememoración folclórica.
Un anciano solitario apareció de pronto, llevaba tras de sí la sombra de un pasado glorioso. Parecía que hubiera estado allí, toda la vida. Habló con tanta seguridad que cualquiera que pudiera oírlo sentiría que le estaban inyectando vida y esperanza.
-Conozco el dolor de esta mujer de trenzas azabache y se que ella también pide agua para calmar el fuego eterno de su angustia acurrucada entre los pétalos de esas flores del espíritu santo, que guardó para este día.
Y dijo también el hombre de mirada penetrante y firmeza tan arrolladora como el amor y la locura.
-¡Es por eso que los mares reciben sus lágrimas, bañan su cintura salpicando su vientre, la acarician y la besan, la contienen, mientras ella sigue soñando ser el puente que una a todas las hermanas!
Unión que está encaminada ¡Mira como la otra se agita desesperada allá a lo lejos! Convocando a la muerte, a la tortura, sembrando terror reflejado sobre los ojos fríos y ausentes de sus matones.
De momento, los huevos de Chiquita-bra siguen abriéndose, lanzando su veneno, pero llegará el día, agregó esperanzado, que las hermanas recuperarán su memoria.
Sólo hace falta que sus hijos quieran escuchar sus propios cantos, concluyó, mientras se alejaba con paso lento y cansado hacia el tronco estoico del árbol de Panamá, donde estaba la mujer y su águila. En su cintura el brillo de una espada iluminó la túnica con luces de otros siglos.
La mujer abrió sus brazos para recibirlo, era su hijo adorado que comenzó a andar nuevamente, dando vueltas por la zona con la misma terquedad como lo hiciera hace tantos años, cuando sembraba sueños que fueron truncados por el odio pero que no murieron del todo.
Juntos, madre e hijo, comenzaron a repasar las hojas amarillas de un ayer supurante. Ambos esperan que renazca la maravilla pese al desprecio que provocó su presencia en el epicentro absurdo de la enajenación.
Ellos tejen hebras de futuro, esperan arrinconar todos los intentos por evitar lo que sigue haciendo aquella mujer detestable, agazapada tras las ventanas contaminadas de la estatua.
¡Agua, agua, agua! Seguía cantando el pueblo antes de que aparecieran las primeras polleras en la nochecita calurosa entre los dos mares.
A pocos metros de allí, entre las hojas del añejo árbol Panamá, la utopía desplegó sus alas para echar a andar los caminos polvorientos hacia el mañana, cuando tal vez la postergación se convierta en mal recuerdo.
-El engendro se retuerce allá a lo lejos, genera pautas, declara guerras mientras se tambalea aunque no termine de caerse del todo porque tiene la fuerza de enmarañarse en las túnicas de las mujeres bellas que son orgullo de sus hijos.
Y tiene cómplices que apuntalan sus deseos que no han de ser cumplidos, Madre, dijo en voz baja el hombre mientras la mujer pequeña acariciaba su frente, dándole fuerza y coraje, nuevamente.
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